MANUEL AZAÑA
Político y escritor español; presidente del gobierno (1931-1933; 1936) y presidente de la II República (1936-1939), periodo histórico del que fue uno de sus principales protagonistas. Manuel Azaña no sólo fue un hombre de Estado, cuya influencia todavía se hace sentir en la realidad política española, sino que, así mismo, ejerció la crítica literaria, el análisis político e, incluso, la creación novelística y teatral. Dirigió, desde 1920 hasta 1924, la prestigiosa publicación La Pluma. Quizá su mayor aportación a la literatura española sea la obra de teatro titulada La velada de Benicarló (1937), profunda reflexión sobre el doloroso presente que en esas fechas vivía España, inmersa en una sangrienta Guerra Civil que supuso, a su vez, la derrota de la generación intelectual representada por el propio Azaña. Nació en la localidad madrileña de Alcalá de Henares el 10 de enero de 1880, hijo de una familia liberal de clase media alta. Huérfano de madre a los nueve años y de padre a los diez, quedó al cuidado de su abuela paterna. Desde 1893 estudió en el colegio de los agustinos de El Escorial (Madrid) y, cinco años después, se licenció en Derecho en la Universidad de Zaragoza. En 1900, su tesis, titulada La responsabilidad de las multitudes, le permitió doctorarse en la Universidad Central de Madrid. Trabajó en sus primeros tiempos de licenciado como pasante en un despacho de abogados, pero posteriormente, en 1910, obtuvo por oposición una plaza en el cuerpo de letrados de la Dirección General de Registros en el Ministerio de Justicia. En 1911, una beca de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas le permitió conocer la vida política e intelectual francesa y estudiar su Ejército, conocimientos que expondría en 1919 en Estudios de política francesa contemporánea. La política militar. En 1912 regresó a España.
Comenzó su actividad política en 1914, al afiliarse al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, y fue secretario del Ateneo de Madrid entre 1913 y 1920. Este último año fundó con su cuñado Cipriano Rivas Cherif la revista de crítica literaria La Pluma (que apareció hasta 1924) y colaboró en la publicación España (1923-1924), de la que fue incluso director. Realizó asimismo estudios sobre el escritor español Juan Valera (Vida de don Juan Valera; Valera en Italia. Amores, política y literatura). En 1927 escribió la novela El jardín de los frailes, y en 1928 una obra teatral, La Corona. Tradujo las Memorias del filósofo francés Voltaire y La Biblia en España del escritor inglés George Henry Borrow. Publicó también el ensayo Plumas y palabras (1930) y, años más tarde, La invención del Quijote (1934). Durante 1935 dio una serie de mítines que tuvieron gran audiencia popular y aparecieron recogidos un año más tarde en la obra Discursos de campo abierto. Azaña abandonó el Madrid asediado por las tropas del general Francisco Franco, en octubre de 1936, para instalarse en la provincia de Barcelona y residir en la abadía de Montserrat. En este periodo escribió La velada de Benicarló (1937), obra en la que varios personajes reflexionan sobre la tragedia española. Después de los sucesos de mayo de 1937 (enfrentamientos entre anarcosindicalistas y trotskistas, de un lado, y comunistas del otro) y de la caída del gobierno de Francisco Largo Caballero, se instaló en la finca de La Pobleta (en la localidad valenciana de Serra, a 27 km de la capital), y allí continuó con sus diarios (etapa reflejada en Los cuadernos de La Pobleta). Falleció el 4 de noviembre de 1940, en su exilio francés en Montauban, a donde se había dirigido para evitar el territorio dominado por las tropas invasoras alemanas.
FUENTE: http://www.epdlp.com
FRAGMENTOS DE LOS ESCRITOS DE AZAÑA
Causas de la guerra de España (fragmento)
“ Cuando se advirtió que la victoria no era fácil ni estaba próxima; cuando el ataque sobre Madrid se pronunció gravemente; cuando la no-intervención privó al gobierno de poder comprar material a la industria extranjera; cuando los más optimistas se convencieron de que la guerra sería por lo menos larga y costosa, las medidas del gobierno para reorganizar un ejército regular se impusieron. Empezó por decretar que todos los milicianos quedaban sometidos a la disciplina militar. Como los milicianos se habían alistado en otras condiciones, el gobierno creyó bueno permitir que abandonasen el servicio los que no estuvieran conformes con la reforma. Algunos millares se marcharon, en efecto. Costaba trabajo introducir la severidad de costumbres propia de un ejército en campaña. En los campamentos de primera línea, los milicianos no se privaban de ningún placer. Muchos se volvían a dormir en Madrid. No faltaban casos en que el buen madrileño salía a campaña temprano, dejaba a su mujer en un acantonamiento o en medio del campo, preparándole la comida, y después de disparar unos tiros en la trinchera, se volvía pacíficamente a su casa. Quien no conozca el carácter del pueblo de Madrid, su buen humor, su descuido, su propensión a divertirse con todo, tendrá el hecho por increíble. Pero es cierto. En la formación del nuevo ejército ponían mano algunos políticos que dos meses antes combatieron las primeras medidas del gobierno republicano encaminadas a ese fin.
Véase ahora hasta qué punto, en el curso de la guerra, los términos del problema permanecieron invariables y en qué se modificaron, fuese en favor, fuese en contra de la eficacia militar del ejército de la República. En 1936, masas de milicianos voluntarios, no demasiado numerosas, sin instrucción, sin disciplina, sin cuadros, sin material, pero con espíritu levantado por el entusiasmo político, creyentes en la victoria. Dos años más tarde: un millón de hombres agrupados en ejércitos, cuerpos de ejército, divisiones, brigadas, etcétera, con todo el aparato técnico de organización apetecible, restablecida la disciplina, la uniformidad, la jerarquía. Un Estado Mayor Central y algunos mandos superiores muy capaces para dirigir las operaciones, Mandos intermedios e inferiores improvisados, sin experiencia, sin conocimientos, sin espíritu de iniciativa. Estados Mayores de ejército y de división reducidos al mínimo, por falta de personal. El material, enormemente aumentado con respecto al año 36, si se comparan las cifras absolutas, pero en proporción al del enemigo, la inferioridad del ejército republicano era todavía mayor que en los primeros meses dela guerra. Durante la última campaña de Cataluña, la aviación del enemigo era seis o siete veces más numerosa que la republicana. La artillería, diez veces superior en cuanto al número; respecto de calibres y alcances, faltan incluso los términos de comparación, porque los republicanos nunca han tenido una artillería pesada como la del enemigo. Escasez de transportes. Una ofensiva en Extremadura hubo de pararse por falta de camiones. Escasez de municiones. Durante la última ofensiva, algunas unidades de artillería recibieron día por día lo necesario para un consumo tasado y más de una vez cesaron el fuego por falta de proyectiles. Escasez de armamento. En otoño del 38, se me dijo por quien debía saberlo que faltaban 400.000 fusiles. En fin, el servicio militar forzoso, y últimamente la movilización en masa, metió en las filas una muchedumbre de gente fatigada o desafecta, que en 48 horas pasaba del taller o la oficina a las trincheras, sin ninguna instrucción y pocas ganas de batirse. “
El jardín de los frailes (fragmento)
“ El fervor religioso adquiría fácilmente en nuestra edad y con nuestros hábitos, giro de padecimiento, con más fantasía, hubiésemos demolido el monasterio para ordenar en otra forma sus piedras. (…) Adquiríamos un extracto del saber; resumido en conclusiones edificantes; los frailes las obtenían manipulando el archivo de las cosas que ignorábamos y siempre habríamos de ignorar; no éramos llamados a saberlas. Alicortar la ambición intelectual parecía el supuesto de los estudios (…) España, si no campea por la Iglesia, se destruye. Los luteranos, desde fuera, no la vencieron. (…) Todo está inventado, puestas las normas: gobernar como Cisneros; escribir como Cervantes; y hallándose frente al mundo en actitud litigante desposeído por la fuerza del bien que le pertenece, meterse en un rincón a devorar el reconcomio, no tratarse con nadie; pedir para los émulos victoriosos el mayor mal posible. (…) Vino a consolarme la hombría natural del pueblo. Aboliendo los falsos dioses, mis quejas ya no sonaron a blasfemias. Me puse —dicho sea en dos palabras— del lado de los patanes, enfrente de los caballeros. La vena popular me traía una imagen literaria acorde con la piedad. “
La velada en Benicarló (fragmento)
“ La conservación de la vida no se asegura de una vez para siempre. No confunda usted las aventuras novelescas de su evasión con la realidad del peligro mismo. No le añaden nada. El destino no se presenta siempre con apariencias tan notables. Se muere tontamente, sin saber por qué. Hace meses se encontraba uno en las cunetas de este camino a los muertos rebozados en su propia sangre. De sobremesa o en mitad del sueño les habían pegado cuatro tiros. ¿Quién? ¿Por qué? Cuando nos toque a nosotros, seremos dos números en la estadística. Sin ninguna razón explicativa de nuestro destino. O admite usted la mía: que a los hombres como nosotros se les acaba el mundo. Sobramos en todas partes. El proceso eliminatorio se cumplirá, poco importa el modo. ¿Ley de la historia? Bueno. La historia es una acción estúpida. Ajena, cuando no contraria a la inteligencia humana. El hombre lo comprueba, lo padece y no puede más. Tal es la grandeza de su destino, según dicen. Eso nos diferencia de una caña. Envidio a la caña. Como no hay remedio, me forjo una moral adecuada a la quiebra de mi humanidad y recito mi papel hasta la última sílaba.
Anochecido, rinden viaje en el albergue ribereño del mar. Las brasas del poniente se enfrían, dejan nubes de ceniza.
Témpanos blancos en el caserío del pueblo. Entre huerto y jardín, unos olivos. La silueta abrupta de Peñíscola, desgajada de tierra. Calma chicha. Las piedras de la orilla paladean un rizo transparente que se explaya sin ruido ni espuma. Otros viajeros, en el albergue, reciben con asombro y alborozo a Miguel Rivera. El coloquio se prolonga durante la cena y la sobremesa. “
Anochecido, rinden viaje en el albergue ribereño del mar. Las brasas del poniente se enfrían, dejan nubes de ceniza.
Témpanos blancos en el caserío del pueblo. Entre huerto y jardín, unos olivos. La silueta abrupta de Peñíscola, desgajada de tierra. Calma chicha. Las piedras de la orilla paladean un rizo transparente que se explaya sin ruido ni espuma. Otros viajeros, en el albergue, reciben con asombro y alborozo a Miguel Rivera. El coloquio se prolonga durante la cena y la sobremesa. “
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